jueves, 3 de junio de 2010

Levanté la mirada del libro y la vi llorar. Las lágrimas le resbalaban mansamente por las mejillas. Se notaba que no hacía ningún esfuerzo por retenerlas, simplemente fluían al exterior. Creo que no se dio cuenta de que la miraba, quizás para ella en ese momento, ajena, no tenía importancia. Lloraba con la mirada perdida y la cabeza apoyada en la pared del vagón del metro. Creí sentirla; su honda y prolongada tristeza, su dolor, su ajenidad e inconsciencia del mundo en derredor, su pequeña nube... No lloraba compulsivamente, no había odio o rabia, no, simplemente su pena era tal, que era imposible retener aquello en su interior; aunque el exterior fuera un vagón de metro con decenas de gente alrededor.